Siluetas nocturnas

Siento el rocío de una fría mañana sobre mi suave y tersa piel. El canto de los pájaros señala el comienzo de un nuevo día, un día más. El césped salpicado de cristalinas gotas refleja la luz del sol que se asoma en el horizonte. Comienzo a sentir el calor de sus rayos, que abrigan mi humedecido cuerpo, pero sigo aquí, colgado del cabo que me da la vida. Miro a mi compañero, él es más débil que yo y con el mismo destino. No sé cuánto tiempo más podremos resistir, cuanto nos queda de vida. El árbol del que estamos pendiendo se mece con la brisa matinal. Hoy es un día de suerte, ya hemos padecido fuertes vientos y tormentas que lograron vencer la resistencia de los demás. Ellos cayeron. Aún veo sus restos en el suelo descomponiéndose, integrándose al paisaje como un gran cementerio abandonado. Animales y pájaros se han alimentado de sus cuerpos sin vida. No quiero llegar a eso. Pero sé que es un ciclo irremediable. Y quedamos sólo dos, esperando que llegue la hora de soltarnos y caer...
Las ramas del Padre Árbol se extienden hacia todos los puntos cardinales. Sus raíces, incrustadas en el suelo, se asoman de la pared del abismo junto al cual nos encontramos. Miro hacia abajo y veo el hermoso y profundo paisaje de una llanura y el arroyo que recorre sus verdes praderas hasta donde se pierde el horizonte. Escucho el canto de un ave, posado en una rama que surge de la pared del abismo, alegrando un poco la lenta agonía de esta carrera de resistencia sin sentido.
Pasan las horas y el sol me recorre el cuerpo. Cada instante, cada segundo, me va debilitando.
Veo que mi compañero está por rendirse, por soltarse, por caer. Su cuerpo se estremece. No quiero que caiga. Es la única compañía que me queda. A veces siento que voy a soltarme cuando él lo haga, no tiene sentido esta lucha sin otro fin que la supervivencia. Simplemente estoy aquí. Colgado, resistiendo.
Siento un crujir de ramas, seguido de un golpe seco. Solo eso. Y lo que tanto temía ocurrió. Una nueva víctima de este martirio se ha sumado al paso del tiempo. Estoy solo. Las fuerzas de quien era mi única compañía cedieron y ahora yace despedazado sobre una roca. No hay forma de cambiar el destino, este destino que hace que la vida sea más corta y sufrida hasta el fin.
Tanto tiempo ha transcurrido que ya no recuerdo cómo fue que llegué aquí, o si nací aquí. Sólo vivo el presente.
Un gorrión se posa sobre mí. Luego de estudiarme y ver el frágil estado en que me encuentro comienza a hundir su pico en mi suave piel, rasgándola, haciéndola sangrar. No puedo moverme, estoy completamente a su merced. Las punzadas de dolor me recorren todo el cuerpo sumergiéndome en una ola de pánico. Tengo miedo. ¿Se acercará el fin? Parece que aún no, el ave repentinamente levanta vuelo dejándome herido pero aún con vida y el tiempo sigue corriendo...
Llega la noche con su manto de fría oscuridad, los sonidos cambian, el viento sigue calmo. Escucho el aullido de un perro en la lejanía. Estoy triste y desganado pero el instinto hace que siga en mi labor, continuar soportando.
La luna con su reflejo hace que las sombras se tornen fantasmales. Una nube la cubre y la oscuridad me envuelve.
Comienzo a escuchar ruidos que se acercan y rompen la armonía del sutil canto nocturno. Tengo miedo. Un mal presentimiento. Los ruidos cada vez se escuchan más cerca. La nube que cubría la luna se desvanece y percibo unas siluetas gigantescas que se acercan. Emiten sonidos que no alcanzo a comprender, como si estuvieran comunicándose entre sí. Ya están debajo del Padre Árbol. Son enormes. Siento pánico. Una de ellas con un gran palo de punta afilada da un grito bestial. Me vio y viene por mí. Creo estar fuera de su alcance, pero no de su arma. La dirige hacia mí y me hiere la piel. Estoy sangrando, lastimado y a merced de estas bestias que me acosan. Quiero gritar y no puedo, tampoco defenderme. Un segundo intento por alcanzarme golpea la rama de que estoy colgado. Casi logra que me suelte. Ya se acerca el fin. Tanta lucha, tanta resistencia, tanto tiempo esperando el momento en que mi vida termine. Recorro súbitamente imágenes de toda esta carrera de supervivencia, tormentas, algunos animales tratando de alimentarse de mí, compañeros cediendo y cayendo, las mañanas frescas y el rocío cubriendo mi piel....
Otro golpe. Esta vez con más violencia, y seguido de un grito que rompe la tranquilidad de la noche. Finalmente logran su cometido, la última estocada de la bestia en el cabo que me sostiene hace que me desprenda. Estoy cayendo. Golpeo contra el borde del abismo, ruedo sobre mi lastimado cuerpo y comienzo el gran salto, una caída que parece no tener fin. Veo el abismo cada vez más cerca. Quizás tuve la suerte que no gozaron los demás, de disfrutar este paisaje de la muerte. Ellos solamente quedaron al pié del Padre Árbol. Ya se aproxima el fin. El arroyo está a un lado del lugar de la caída. Escucho más gritos de las bestias. No los comprendo, pero voy a intentar reproducirlos. Creo que dicen algo así:
-          ¡Pedazo de pelotudo! ¡El último durazno que quedaba en el árbol y lo tiraste al abismo!...

927

Fabián Coleman despierta. Hoy tiene un día triste. Una temprana meada alivia su cargada vejiga. Entra a la cocina. En la mesa quedaron restos de la cena, una porción y algunos tronquitos de pizza de Ugi’s junto a tres latas de cerveza Quilmes vacías. Junto a ellas un vaso medio lleno y la marca grasosa de los labios, que no se limpió antes de beber como bien le enseñara alguna vez su madre. El cenicero desbordante de colillas deja en el ambiente un olor rancio y desagradable. Coloca en la pava el calentador de inmersión. Siempre tuvo (y aún la mantiene) la manía de vaciarla y volver a llenarla antes de calentar el agua. Echa una ojeada a la mesa. El vaso se ve tentador aún con la cerveza tibia y da un buen trago casi hasta acabarla. La pava comienza a silbar. Tres cucharadas abundantes de café instantáneo caen en la taza y luego vierte el agua hirviente. Un café fuerte y negro con dos aspirinas lo ayudan a despejar la mente y comenzar la rutina diaria. Los tronquitos que sobraron de la pizza son el complemento ideal para completar el desayuno.
En la ventana, una película de humedad no deja que se vea el exterior. Limpia un círculo con el anverso de su mano para ver como amaneció hoy. El día sigue opaco, con nubes abundantes y una llovizna casi imperceptible, de las que molestan. Hora de la ducha. En el baño, la rajadura del espejo traza una diagonal que parte la imagen de su desaliñado aspecto, como reflejo de su estado actual.
Agua fría cae sobre su cuerpo. La empresa de gas le cortó el suministro por no haber pagado. Un baño rápido, los minutos pasan y no puede llegar tarde. Se pone un Wrangler Montana gastado, con el bolsillo trasero agujereado y desflecado por llevar siempre las llaves, y una remera verde que le regaló un amigo para su cumpleaños. Le tira un poco de desodorante para disimular ese ácido olor a ropa transpirada de varios días. Por último calza sus zapatillas, no sin antes olerlas para comprobar si necesitan talco y, por supuesto, lo necesitan, pero las agujas de su reloj avanzan más rápido de lo que debieran.
Sale de su casa. El reflejo del sol tras el tinte gris del cielo hace que frunza el ceño. No trajo sus lentes opacos. En la parada del colectivo parece estar esperándolo el interno 927. Sube, saca un boleto y se sienta en el último asiento del medio. Mira hacia su izquierda y con asombro ve un rostro que no tiene rostro, una mirada penetrante que no deja de perforarle las retinas. Siente una punzada en la base del cráneo, parece que se le va a partir la cabeza. Y en un segundo ya no estaba ahí. Una habitación vacía lo rodea. La tenue luz de una lámpara de 25 watt lo ilumina. En las paredes está escrito el número 927, aquel que viera en el colectivo. Está totalmente desorientado. Va hacia la puerta y está cerrada. Da unos tirones a la manija, de bronce y bien lustrada, hasta quedarse con la misma en su mano. La cosa se complica cada vez más. Se encuentra encerrado, sin saber dónde, ni por qué, ni como llegó hasta ahí. Cree estar soñando, no puede ser real, estas cosas no ocurren así porque sí. Se restrega los ojos, trata de despertar de un sueño que no es sueño. Trata de salir de una situación incomprensible.
Los nervios comienzan a traicionarlo. De a poco va perdiendo la paciencia. Su mirada se pierde en las paredes blancas, descascaradas por el paso del tiempo. En un rincón del techo, una araña encierra con su tela a una polilla en lenta agonía. Cerrando los ojos esa imagen se traslada a su realidad. Él es la polilla atrapada esperando su fin.
927… 927… 927… ¿Qué significado tendrá?, ¿porqué ese número? La mente de Fabián divaga. Se siente como si lo hubiesen drogado. De hecho debe estarlo porque no puede concentrar la atención en nada.
Un chispazo en la lámpara acabó con lo poco que se veía. Sus fuerzas lo abandonan. Las piernas comienzan a aflojarse, como si se transformaran en gelatina. Cae al suelo. Está muy frío, casi helado. Una sensación gélida abraza a su cuerpo. No puede parar de temblar, quiere abrir la boca para gritar y no lo consigue. Quiere golpear el suelo con sus puños y tampoco lo logra. Una parálisis general lo envuelve. Y luego… Nada. Silencio. Oscuridad…
- ¡Otro shock desfibrilatorio, rápido!
- ¡No responde, intentémoslo de nuevo!
- ¿Seguimos tratando? Creo que ya es inútil.
- Solo una vez más.
- No hay ninguna reacción Doctor, lo perdimos.
- ¿Donde dijeron que sufrió el ataque?
- En un colectivo.
- ¿Tienen idea si encontraron algún pariente o amigo?
- No por ahora.
- Y… Alcohol, tabaco, café en exceso… Revientan a cualquiera.
- Sep.
- ¿Hora del deceso?
- 9:27

Una buena inversión

Llego a casa de noche, mi amor me espera. Siempre silenciosa, siempre linda, siempre dispuesta a todo conmigo.
Voy al baño. Una buena ducha me ayudará a despabilarme y quitarme el olor a cigarrillo. En la oficina fuman mucho y realmente todo huele a humo.
Envuelvo mi cintura con la toalla, me calzo las pantuflas y salgo del baño. Voy directo a la cocina. Sirvo un vaso de Coca Cola Light con hielo para tragar las aspirinas que aliviarán mi jaqueca.
Miro hacia la puerta (creo que voy a tener que limpiar alrededor del picaporte, está repleto de marcas de dedos, y bastante grasosos por cierto.) y voy hacia ella. Me apoyo por un instante en el marco, y camino directo al dormitorio.
Allí está esperándome. Aún no me ha dicho nada. Tampoco espero que lo haga, pero ya sé que está solo para mí, con sus brazos extendidos, recostada en la cama. Su figura me atormenta. Es perfecta. Ni un gramo de más ni de menos, ¿Celulitis? ¡Ni hablar! Sus labios siempre rojos entreabiertos esperan que los salude, y no me hago rogar. Los beso hasta quedarme sin aire. La toalla se desprende de la cintura y cae sobre la alfombra. Me recuesto junto a ella. Comienzo a acariciar con las manos toda la sutil tersura de su piel. Los pezones siempre erguidos son un oasis de descanso para mis dedos. Comienzo a estremecerme. La temperatura aumenta, estoy ardiendo. Tengo una erección increíble. Pareciera que mi pene fuera a estallar y le recorro con él la entrepierna, humectándola con unas gotas de la miel del sexo y… la penetro. Nos balanceamos en un ir y venir intenso como el de amantes adolescentes. Ya llego al momento final. Un estallido líquido dentro de su cuerpo. Un vendaval de placer me envuelve…
Me recuesto a su lado en un momento de relax. Ella tiene esa expresión de placer, y de querer más aún, que hace felices todos estos momentos que compartimos.
Voy al baño. Otra ducha, esta vez más rápida. Olvidé la toalla en el dormitorio. No me preocupa, el reguero de agua que queda en el piso se evapora rápido. Voy a buscarla y me seco junto a la cama. Ya es hora de descansar. Mañana tengo otro día de trabajo complicado. Tomo de la mano a mi amor. En su dorso hay una especie de lunar, pero bastante grande. Tiro de él, escucho el silbido del aire que brota. Cuando termino de desinflarla, la guardo dentro de la caja en que me la vendieron. Creo que fue una buena inversión.-

Carlitos

Coordenadas  X Y
Un viernes de junio, cae el sol sobre los edificios. La calle comienza a teñirse de gris plomo. Carlitos observa con atención un ocaso temprano, contra el irregular horizonte que marcan los techos, sentado en el cordón de la vereda, con sus pies en un charco que formó la lluvia, entre los adoquines gastados de una calle del barrio de San Telmo. Carlitos no tiene casa. Todo lo que posee lo lleva en un carrito de supermercado. Le costó una buena corrida, el guardia de seguridad lo persiguió casi siete cuadras tratando de recuperarlo hasta que tropezó con una baldosa floja y cayó de cara al suelo. (¡Y cómo le quedó la cara!).
Ya está oscuro. Las luces de la ciudad no encienden, se robaron los sensores que las activan. El color de la calle se torna negro azulado. La luna no refleja luz. Sólo alguna estrella que se asoma entre las nubes hace que pueda verse el contorno de las cosas. Está ahogado por la penumbra. Una brisa muy fría comienza a soplar. Este otoño es bastante extraño, algo caluroso, pero no el día de hoy. Hoy el otoño es de frío invernal  (Podría decirse infernal)…
Se pone un buzo polar azul marino, lo encontró el martes pasado en una esquina, sobre las bolsas malolientes de residuos del edificio de la Av. Belgrano y 5 de Julio, una hermosa residencia recientemente restaurada. Comienza a caminar. No tiene rumbo definido, pero presiente que algo fuera de lo común va a ocurrir.
Una sensación de gorgoteo invade su estómago. Hace dos días que no come nada sólido. No se acostumbra a comer desechos, con sólo olerlos las náuseas lo invaden. Toma un trago de Pepsi de la botella que alguien tiró dejándola casi por la mitad, en un cesto de residuos junto al kiosquito de doña Aída, para aliviar esa sensación de vacío estomacal que lo atormenta.
Extraña a su padre, a quien vio por última vez aquella noche en la que lo detuvo la policía. Escondido detrás de un puesto abandonado de venta de flores observó como lo golpeaban y lo subían al patrullero. No tuvo más noticias de él.
Unos metros adelante, ve un Ford Falcon estacionado sobre la avenida con la ventanilla abierta. En el asiento del acompañante hay un bolso. Trata de sacarlo, pero es muy grande y no tiene espacio suficiente para salir. Tira fuertemente de las manijas sin resultado alguno. Los nervios comienzan a actuar. La desesperación de no poder llevarse su botín y que alguien lo descubra le producen una sensación de sudor frío. Pero inmediatamente se escucha un grito que hace que suelte su preciado tesoro.
-          ¡Policía, policía, un ladrón!
Un hombre rollizo con unos cuantos kilos de más trata de alcanzarlo con un golpe pero no lo consigue. Luego de esquivarlo, comienza a correr. Tropieza con unas cajas que estaban tiradas en el suelo trastabillando casi hasta caer. Su carrera es cada vez más rápida. A ciegas sus piernas se mueven con una velocidad inusitada. Hasta que lo que tenía que pasar pasó. La oscuridad es tan intensa que choca contra un poste y cae desmayado junto al cordón de la vereda. Con la mejilla contra el piso, un hilo de sangre le recorre la frente perdiéndose bajo su cabeza.

Coordenada  X
Una luz muy fuerte hace que le duelan los ojos al tratar de abrirlos. Toda la noche pasó en un instante, el golpe y luego el amanecer.
Trata de levantarse, pero un fuerte mareo y una puntada en la sien hacen que tambalee y caiga nuevamente. Se sienta junto al poste con el que chocó y trata de aclarar su visión. Un sonido rompe el silencio. Una melodía monofónica acompañada de una luz verde quiebra la quietud fantasmal de la ciudad. Un teléfono celular dentro del bolsillo de su pantalón tiene una llamada entrante. No sabe de dónde salió ni cómo es que lo tiene, pero sin hacerse mucho problema se alegra. Podría venderlo para poder comer algo digno, hasta comprarse algún calzado para reemplazar los puestos, llenos de agujeros y mugre.
No puede resistir la tentación y atiende la llamada.
-          ¿Hola? - Dice con su voz tenue de niño de doce años.
-          ¿Carlitos? – Responde una voz desconocida pero de timbre familiar.
Su expresión de eterno despreocupado cambia en forma instantánea transformándose en miedo.
-          ¿Cómo?
-          ¿Sos Carlitos, verdad?
Ante el temor, corta abruptamente y observa hacia todos lados. Quiere creer que es una broma, que alguien puso el teléfono en su bolsillo para divertirse con él. Pero no puede divisar nada ni nadie.
La melodía vuelve a escucharse, mira el aparato y no sabe qué hacer. El miedo se acrecienta. En un impulso de ira, presiona la tecla de apagado, casi partiéndolo por la fuerza utilizada.
-          Listo. ¡Llamá ahora si podés! - Grita a los cuatro vientos.
-          Ahora sólo me queda venderlo.
Lo guarda en el bolsillo y sigue su camino. Todavía le tiemblan las piernas por el momento de tensión que vivió.
Nuevamente, pese a estar apagado, el teléfono invade el silencio con su melodía macabra. El susto es aún mayor. Con más incertidumbre que nunca vuelve a atenderlo.
-          ¿Hola?
-          ¿Carlitos?
No sabe qué contestar. No sabe qué hacer.
-          Sí. Soy Carlitos. – Dijo, tratando de darle firmeza a su voz
-          ¿Carlitos Goncalvez?
-          Sí. ¿Cómo sabe mi nombre? ¿Cómo sabe quién soy?
Un clic seguido de tono de ocupado aumentó su nerviosismo. La comunicación fue interrumpida. Por unos instantes quedó mirando ese artefacto, como queriendo comprender qué estaba pasando. Queriendo saber por qué le sucedía a él. Pero no hay respuestas. Por ahora…
Levanta la mirada. El sol alivia un poco el frío de la mañana. Sus ropas, salpicadas de sangre por ese golpe contra la columna, apenas abrigan su delgado cuerpo.
No hay nadie en la calle. No se escucha ningún sonido. Una sensación de vacío en los oídos hace que los explore con sus sucios dedos, pero no consigue aliviar esa molestia.
Su corta edad limita su capacidad de comprensión. Cómo puede ser que de la noche a la mañana, una ciudad se transforme en desierto.
Un almacén tiene sus puertas abiertas. Ni lo piensa. Entra y abre la heladera. Fiambres de todo tipo, lácteos, un festín para su vacío estómago.
Corta al medio un pan, y arma un sándwich de salame y queso. Una buena cantidad de mayonesa para humectarlo. Lo devora en segundos. Prepara otro y otro hasta saciar su voraz apetito. Separa algo más de fiambre y unos panes árabes envasados para más tarde. No puede saber qué ocurrirá, si tendrá esa oportunidad otra vez. Sale para seguir recorriendo la ciudad vacía. No ve ni un ave, ni un perro, ni una planta, nada que dé señales de vida.
Sin tener conciencia real de lo que está ocurriendo, Carlitos disfruta poder tener lo que quiera. Entra a una tienda de ropa. Se prueba unos pantalones azules que parecen hechos a su medida. Los combina con una remera roja con una imagen de una isla caribeña y un buzo gris oscuro con un modesto escudito dorado en su centro. Una abrigada campera con corderito en su interior completa su nueva vestimenta. Sólo le falta un buen calzado. Va hacia la casa de deportes y se calza unas Nike de aquellas que siempre vio en las publicidades como algo inalcanzable. Un sueño hecho realidad.
Entra a un hotel. Una lujosa suite se abre ante sus ojos. Comienza a sacarse la ropa. Va a la ducha y se da un baño bien caliente. Siente un ardor en la cabeza producto de la herida que se hiciera con el golpe. El agua le recorre el cuerpo con un tinte morado por la sangre coagulada y adherida a su cuero cabelludo. Se seca con una suave toalla seca. Sale del baño. El ambiente en la habitación es cálido. La cama con colchón de agua se ve muy tentadora. Se zambulle en ella, pero suavemente por temor a que reviente. Unas sábanas blancas con un cubrecama relleno de plumas lo cubren y calientan. Sus ojos se cierran suavemente y queda dormido. El descanso fue breve, ya que una bofetada en el rostro le dejó cuatro franjas rojizas en su mejilla derecha. Abre los ojos exaltado y ante su asombro no ve a nadie en la habitación. Está solo. La puerta permanece cerrada. Se levanta rápidamente, se viste. Suelta un grito de desahogo, pero nadie lo escucha. Está solo en el mundo, en su mundo, en su coordenada. La curva del tiempo se separa paulatinamente del eje (¿será X o Y?) buscando cortarse con otra.
Sale rápidamente del hotel. Su imaginación hace que vea sombras siguiéndolo, abalanzándose sobre él. Son muchas y no puede distinguirlas bien, pero lo asustan. Comienza a correr desesperadamente. Baja del cordón de la vereda de la avenida Belgrano a toda la velocidad que le dan sus delgadas piernas y súbitamente sale despedido por el aire. Su cuerpo se arquea como si fuese de goma. Aparecen heridas cortantes en  su cabeza, en su espalda, en sus brazos. El vuelo de su inanimada humanidad termina con un golpe seco contra el pavimento en la mitad de la avenida. Una masa sanguinolenta de carne, huesos y vísceras desparramada por varios metros es lo que queda de Carlitos…

Coordenada  Y
Una luz muy fuerte hace que le duelan los ojos al tratar de abrirlos. Ya amaneció. Toda la noche pasó en un instante, el golpe y luego el amanecer.
Trata de levantarse, pero un fuerte mareo y una puntada en la sien hacen que tambalee y caiga nuevamente. Se sienta junto al poste con el que chocó y trata de aclarar su visión. Un desconocido lo mira con temor. Otro con desprecio. Un sonido lo exalta. Una melodía monofónica acompañada de una luz verde se percibe entre los ruidos de la ciudad. Un teléfono celular dentro del bolsillo de su pantalón tiene una llamada entrante. No sabe de dónde salió ni cómo es que lo tiene, pero sin hacerse mucho problema se alegra, ya que podría venderlo para poder comer algo digno, hasta comprarse algún calzado para reemplazar los puestos, llenos de agujeros y mugre.
No puede resistir la tentación y atiende la llamada.
-          ¿Hola? - Dice con su voz tenue de niño de doce años.
-          ¿Carlitos? – Responde una voz desconocida pero de timbre familiar.
Su expresión de eterno despreocupado cambia en forma instantánea, transformándose en miedo. El rugir de los vehículos no deja que escuche con claridad.
-          ¿Cómo?
-          ¿Sos Carlitos, verdad?
Ante el temor, corta abruptamente y observa hacia todos lados. Quiere creer que es una broma, que alguien puso el teléfono en su bolsillo para divertirse con él. Pero la gente que circula por la calle le es indiferente. No ve ni distingue nada extraño que le dé la pauta de una broma.
La melodía vuelve a escucharse, mira el aparato y no sabe qué hacer. El miedo se acrecienta. En un impulso de ira, presiona la tecla de apagado, casi partiéndolo por la fuerza utilizada.
-          Listo. ¡Llamá ahora si podés! - Grita a los cuatro vientos.
-          Ahora sólo me queda venderlo.
Lo guarda en el bolsillo y sigue su camino. Todavía le tiemblan las piernas por el momento de tensión que vivió.
Una señora pasa junto a él y lo mira con expresión de asombro y desprecio a la vez. “Seguro está drogado” piensa, y apura el paso.
No puede entender que es lo que ocurre. Pese a estar apagado, el teléfono vuelve a sonar con su melodía macabra. El susto es aún mayor. Se le escapa un grito ahogado. Con más incertidumbre que nunca vuelve a atenderlo.
-          ¿Hola?
-          ¿Carlitos?
No sabe qué contestar. No sabe qué hacer.
-          Sí. Soy Carlitos. – Dijo, tratando de darle firmeza a su voz
-          ¿Carlitos Goncalvez?
-          Sí. ¿Cómo sabe mi nombre? ¿Cómo sabe quién soy?
Un clic seguido de tono de ocupado aumentó su nerviosismo. La comunicación fue interrumpida. Por unos instantes quedó mirando ese artefacto, como queriendo comprender qué estaba pasando. Queriendo saber por qué le sucedía a él. Pero no hay respuestas. Por ahora…
Levanta la mirada. El sol alivia un poco el frío de la mañana. Sus ropas, salpicadas de sangre por ese golpe contra la columna, apenas abrigan su delgado cuerpo. Camina unos pasos mirando hacia todos lados. Su carrito sigue junto a él con todo lo que recolectó antes del golpe. La fuerte sirena de un carro de bomberos lo aturde y hace que explore sus oídos con sus sucios dedos, pero no consigue aliviar esa molestia.
Se acerca al almacén de la esquina. Algunas veces, cuando tiene buenas ventas, le convidan con algo para comer. Ni lo piensa. Entra y saluda. Parece que hoy le fue bastante bien, un señor de grueso bigote y mirada hosca le alcanza dos trozos de matambre, uno de queso y otro de salame junto con cuatro panes y un paquete con pan árabe, un festín para su vacío estómago.
Corta al medio un pan, y arma un sándwich de salame y queso. Saca de su bolsillo un sobrecito de mayonesa que levantó del piso de una casa de hamburguesas. Pone una buena cantidad para humectar el suculento sándwich. Lo devora en segundos. Prepara otro y otro hasta saciar su voraz apetito. Guarda el resto para más tarde. No puede saber qué ocurrirá, si tendrá otra oportunidad como ésta. Sale para seguir recorriendo la ciudad.
Entra a una tienda de ropa. El vendedor puso un cartel de “vuelvo enseguida” pero no cerró con llave la puerta. Aprovechando esta ausencia, se prueba unos pantalones azules que parecen hechos a su medida. Los combina con una remera roja con una imagen de una isla caribeña y un buzo gris oscuro con un modesto escudito dorado en su centro. Una abrigada campera con corderito en su interior completa su nueva vestimenta. Sólo le falta un buen calzado. Llega a la puerta, se asoma y mirando hacia ambos lados sale caminando tranquilamente. Su aspecto cambió como el día y la noche. Va hacia la casa de deportes y se prueba unas Nike de aquellas que siempre vio en las publicidades como algo inalcanzable. Un sueño hecho realidad. La vendedora que se las alcanzó le pregunta si paga en efectivo o con tarjeta. Como había mucha gente comprando, no le había prestado mucha atención, pero al ver sus manos sucias y percibir el olor que emana cualquier persona con varios días sin aseo, se da cuenta de su error. Un segundo bastó para que Carlitos comenzara nuevamente a correr. Sale del local, trastabilla al chocar con un señor que trataba de atarse los zapatos al costado de la puerta, pero logra escapar sin problemas.
Entra a un hotel. Pasa desapercibido, ya que su nueva vestimenta es el camuflaje ideal ante una sociedad consumista como la nuestra. Una lujosa suite se abre ante sus ojos. Comienza a sacarse la ropa. Va a la ducha y se da un baño bien caliente. Siente un ardor en la cabeza producto de la herida que se hiciera con el golpe. El agua le recorre el cuerpo con un tinte morado por la sangre que se encontraba coagulada y adherida a su cuero cabelludo. Una suave toalla seca su escuálido cuerpo. Sale del baño. El ambiente en la habitación es cálido. La cama con colchón de agua se ve muy tentadora. Se zambulle en ella, pero suavemente por temor a que reviente. Unas sábanas blancas con un cubrecama relleno de plumas lo cubren y calientan. Sus ojos se cierran suavemente y queda dormido. El descanso fue breve, ya que una bofetada en el rostro le dejó cuatro franjas rojizas en su mejilla derecha. Abre los ojos exaltado y ve a una mujer que no para de gritar en forma desesperada llamando al botones por encontrarse invadida en su habitación. Ve la puerta cerrada. Se levanta rápidamente, se viste como puede. Suelta un grito para desahogarse y asustar un poco a la mujer que no deja de gritar y corre tan rápido como le dan las piernas. Sale velozmente del hotel. Varios empleados lo siguen casi  abalanzándosele encima. Son muchos y no puede distinguirlos bien, pero lo asustan. Su carrera es desesperada. Baja del cordón de la vereda de la avenida Belgrano a toda la velocidad que le dan sus delgadas piernas y súbitamente sale despedido por el aire. Su cuerpo se arquea como si fuese de goma. Aparecen heridas cortantes en  su cabeza, en su espalda, en sus brazos. El vuelo de su inanimada humanidad termina con un golpe seco contra el pavimento en la mitad de la avenida. Una masa sanguinolenta de carne, huesos y vísceras desparramada por varios metros es lo que queda de Carlitos…
-          ¡Uy! ¡Pobre pibe! ¡Cómo lo levantó en el aire ese colectivo!
-          ¡Llamen a una ambulancia!
Sirenas; gritos; embotellamiento de tránsito; cámaras de TV…

Epílogo  -  Punto de encuentro coordenadas X Y

Tirados junto al cordón de la vereda, quedaron una zapatilla y el teléfono celular que tenía en el bolsillo. Otra vez la música comenzó a escucharse. Sonó varias veces. Un joven de cabello rubio y rizado lo levantó y atendió.
-          ¿Hola?
-          ¿Carlitos? Soy tu papi. ¡Por fin me atendés! Me liberaron esta mañana. ¿Dónde estás? No sabés cuántas ganas tengo de verte…

Esa botella...

Lorena sale a la calle. La vereda se encuentra sucia, el encargado del edificio en el que vive hoy está con parte de enfermo. Esquiva unos excrementos de perro. Pese a la ordenanza municipal, la mayoría de la gente que tiene animales no levanta las porquerías que hacen sus mascotas. Es un día caluroso. El pronóstico indicaba que la máxima iba a rondar los 35 grados. Una gota de transpiración le rueda por la frente hacia su mejilla y la seca con un pañuelo. Siempre le dijeron que tiene una belleza muy particular. Su cálida mirada la hace más hermosa de lo que es. El escote abierto de su blanca remera deja ver gran parte de sus imponentes senos, decorados con pecas en casi toda su extensión. De su minifalda roja con flores blancas brotan sus esculturales piernas que terminan en unos pies perfectos enmarcados con sandalias de finas tiras de cuero. Recoge su cabellera con un broche, que compró en un kiosquito del centro de la ciudad, y se coloca una hebilla de cada lado sobre las orejas. Va al supermercado de los chinos que está junto a la heladería. Suelen tener más variedad de productos que en los otros comercios de la zona. Hoy no quiere hacer el pedido por teléfono como lo hace en muchas oportunidades. Necesita despejarse un poco. A su paso va dejando una estela de miradas que se posan en su figura. Le encanta ir de compras y llenar el changuito hasta desbordar. No se priva de nada. Su tarjeta de crédito tiene un límite muy amplio, y sus ingresos hacen que pueda gastar sin preocuparse por conseguir mejores precios. Pasa por varias góndolas descargando todo tipo de mercadería. Siempre hace una pausa en una muy especial: La sección de vinos. Es su favorita. Elige un Malbec, un Cabernet Sauvignon y un Merlot, para completar los lugares vacíos de su bodega. Toma el carrito para continuar con su compra pero algo le llama la atención, entre los vinos más caros, esos que tienen un precinto con alarma para evitar a los amigos de lo ajeno, se asoma una botella distinta, que parece estar llamándola. La luz de los tubos fluorescentes refleja en ella una tonalidad de azul muy peculiar. Un ideograma oriental de color oro le da un toque especial. El magnetismo que emana la obliga a acariciarla con sus suaves dedos quitándole algo del polvillo que tenía adherido. Haciéndole honor a su fama de compradora compulsiva, ni lo piensa y la pone junto al resto de las botellas que seleccionó. Luego averiguaría qué variedad de vino es y de no ser de su preferencia, quedaría como un bello adorno en su importante bodega personal. Al completar su recorrido habitual, comienza a colocar ceremoniosamente todo lo que va a llevar sobre el mostrador de la caja. Cada producto escaneado por el infrarrojo produce un sonido que Lorena adora, el de “ya es mío”. Pasan los fideos, el azúcar, el desodorante en crema (se lo recomendó una amiga que sabía  que ningún otro le daba resultado) y todo lo demás que seleccionó cuidadosamente para que nada falte. Infinidad de veces la cajera, sonriente, hace sonar la dulce melodía del consumismo hasta el momento de ver esa botella. Su rostro se endurece. La mira fijo y con el ceño fruncido. Desde la puerta, otro empleado mira a la cajera con un gesto de desaprobación. Algo dice en su idioma oriental y como si hubiese contado el mejor chiste del mundo todos comienzan a reír a carcajadas. Ante esta incómoda situación Lorena mira con enojo a la chinita que la estaba atendiendo, que le pide disculpas y continúa con su labor. Paga con su tarjeta de crédito dorada y solicita en el mostrador que está junto a la entrada, que le envíen el pedido a su domicilio. Allí le informan que tienen una hora de demora en las entregas, pero ella no se hace mayor problema al respecto. Aprovecha esta circunstancia para ir a tomar una gaseosa fresca al bar de la esquina, ése que tiene el aire acondicionado siempre encendido.
Al rato de haber llegado a su casa, suena el timbre. Es el empleado del supermercado. Baja a abrirle la puerta y lo invita a pasar para evitar así tener que esforzarse con la descarga de la compra, cosa que el muchacho aprueba sabiendo que va a recibir una buena propina, y no se equivoca. Un billete de diez pesos doblado al medio se posa en su mano. Agradece y se va rápidamente, porque tiene que continuar con el reparto.
Ahora llega el momento que menos le gusta, el de vaciar las bolsas y acomodar cada cosa en su lugar. Selecciona lo que se guarda en la heladera en primer lugar, luego lo de la alacena y para el final el placer de completar la bodega. Pero hay un detalle, tres lugares vacíos para cuatro botellas. Sin dudarlo guarda todas menos ésa, la que con su magnetismo no deja que le quite los ojos de encima. Va hasta el living y se sienta en el sillón junto a dos mullidos almohadones con la exótica compra en sus manos. Observa el arte de los símbolos que no comprende; la acaricia percibiendo una extraña sensación, un cosquilleo agradable y relajante. La mira desde todos los ángulos posibles para tratar de averiguar algo respecto a su adquisición. Ya vencida, descubre algo escrito en su base. Una letra muy pequeña y algo que parece una fecha. Busca la lupa que dejó la semana pasada en la biblioteca, después de utilizarla para leer el prospecto de un remedio que le habían recetado. Con ella alcanza a distinguir: “Fecha de elaboración 24/11/2006”. Vuelve a mirar ese detalle una y otra vez. Algún error debe haber. Esa fecha aún no llega. Hoy recién es 19. No le da mucha importancia, asumiendo que está mal impresa. Se dirige a la cocina ya sabiendo qué lugar le corresponde y la deja en una repisa junto a unos frascos llenos de semillas, que puso hace un tiempo para adornar esa pared. La luz que entra por la ventana refleja en la botella un crisol de colores, que parece querer adherirse al muro moviéndose de un lado al otro. No puede dejar de mirarla. Según el ángulo desde el cual se la observe, la refracción de la luz cambia en color y forma. Está muy feliz por haberla adquirido, a la cocina le faltaba un toque distinto, algo que luciera fuera de lo convencional.
Pasan los días y cada vez atrae más su atención, ya no es un adorno sino una necesidad. Cuando no está en casa, mira constantemente el reloj. Cuánto tiempo falta para volver a compartir esa química que la relaciona con ella.



Suena el despertador como todas las mañanas a las 8:15. Apenas mirando por el rabillo del ojo, estira un brazo para apagarlo, pero no lo consigue. Oprime una y otra vez el botón que corta ese sonido, que le eriza la piel diariamente (es la única forma de despertarla, ya que tiene el sueño muy pesado) pero sigue sonando, no le queda más remedio que desenchufarlo, y lo hace. Mira el almanaque y es 24 de noviembre.
-          ¿Por qué me suena conocida esta fecha? ¿Quién cumplirá años?
No recuerda el motivo, pero le sigue dando vueltas por la cabeza. Se levanta y va directo al baño, siente una importante presión en su vejiga. Abre las canillas de la ducha y las gira hasta conseguir la temperatura deseada. Siempre se baña por la mañana para despejarse y salir fresca a cumplir con su rutina diaria. Se seca con una toalla anaranjada, suave y de muy buena calidad, que ganó sumando puntos con una tarjeta de shopping. Sale del baño a buscar su ropa interior, pero al mirar hacia la puerta de la cocina el reflejo de la botella hizo que recordara por qué esa fecha daba vueltas por su cabeza. Supuestamente hoy es el día de su elaboración, algo ilógico pero es lo que dice en su base. Sin pensarlo se dirige directamente hacia ella. Embelesada la mira en cada detalle, cada destello, y por impulso la toma con su mano derecha. Una vibración muy fuerte se transmite por su brazo. De la botella brota una luz blanca casi cegadora que le va envolviendo todo el cuerpo. Se fusionan. Pasan a ser una parte de la otra. Un último destello como un rayo cortando el horizonte atraviesa la cocina y hace que todo concluya.
Va a su dormitorio y se viste para ir a trabajar.



Camina por la calle sin prestar atención, pero todas, absolutamente todas las personas que pasan junto a ella no pueden dejar de mirarla, de desearla. Pero con un deseo enfermizo, todos se le acercan a ofrecerle su pasión, su amor, su sexo, sus bienes, su todo. Tratan de tener algo con ella. Un bebé de meses no para de llorar hasta que su madre lo acerca y al alejarlo grita como si lo estuviesen torturando (para él y para cualquier otro es una tortura no poder disfrutar de esa presencia angelical y deseable). Está confundida. Siempre supo que es una mujer deseable, pero no en esta medida. Sabe muy bien que algo debe haberle pasado, pero no recuerda más que el despertador que no podía apagar y haber salido como todos los días a su trabajo. Un anciano de cabellos blancos y bastón de caña la invita a su casa. Le ofrece todas sus pertenencias por el solo hecho de conversar un rato con ella. Comienza a correr hacia la esquina, un taxi espera que abra el semáforo, y sube.
-          Buenos días. Vamos a Reconquista 458. Lo más rápido posible por favor.
-          -Cómo no – responde el chofer sin mirarla.
Llegando a su destino, el taxista detiene el reloj de su vehículo para cobrarle.
-          Son seis pesos con cuarenta centavos – le dice observándola por el espejito retrovisor
-          ¿Tiene vuelto de cincuenta pesos?
-          Sí. No se preocupe – responde con indiferencia.
Al darse vuelta para darle el cambio, sus ojos parecen salirse de sus órbitas y estira sus brazos queriendo abrazarla. Traba las puertas del coche rogándole una caricia. Está a merced de ese sujeto, totalmente indefensa. Forcejeando dentro del habitáculo logra destrabar las puertas y sale con toda la velocidad que le dan sus piernas. Trastabilla al entrar al edificio donde trabaja, pero no llega a caer. Sin dejar que la vea el encargado de vigilancia que siempre está en el mostrador de la planta baja, sube rápidamente al ascensor y presiona el botón número 15. Espejos de ambos lados de la cabina reflejan infinitas imágenes de su asustado rostro. Se ve fijamente a los ojos y algo dentro de ellos se mueve, oscilando, girando (¿Llameando?). Un sacudón repentino la hace desviar la mirada hacia el indicador, encendido en el número 15. Inmediatamente se abren las puertas. Graciela, la recepcionista no presta atención de quién entra, tratando de ordenar unas facturas y notas de crédito que se le cayeron de la carpeta de deudores. Aprovecha esa distracción para entrar derecho a su oficina. Lo primero que hace es bajar las persianas americanas que tapan los vidrios y cerrar la puerta con llave, así nadie podrá verla. Trata de recuperar el aliento. La situación en que se encuentra la supera. Su vida siempre fue sencilla y ahora todo es una locura. En parte le gusta la idea de cambiar su rutina diaria y piensa cómo podrá sacar provecho de esta situación. Hace una recorrida mental de todo lo ocurrido hasta darse cuenta de un detalle. En el taxi, cuando el chofer la observó por el espejo, no tuvo ninguna reacción, pero al darse vuelta y verla de frente actuó como el resto de la gente que se cruzó a su paso. Toma un espejo, lo deja sobre su escritorio y llama al gordo Daniel, quien siempre fue su confidente, pero aclarándole que por motivos que no podría explicar, solamente puede mirarla a través del espejo. Él accede a su pedido y va a su oficina. Se encuentran en las condiciones pactadas los dos con gestos dispares. Ella con cara de miedo, él con gesto de incertidumbre.
-          ¿Me podés decir qué carajo te pasa? – dice Daniel
-          Ojalá fuera sencillo. Necesito tu ayuda. Vos sos el único que me puede dar una mano. – Le responde
Como puede y cuidando que el contacto entre ambos sea únicamente el acordado, relata todo lo que le fue pasando durante el día. Trata de recordar hasta el último detalle para que su amigo la ayude con este problema.
-          ¿Me estás jugando una broma, verdad? ¿Vos pretendés que yo crea todo esto que me estás contando? Para mí tenés alucinaciones o algo así.
-          No Dani… Te juro que me está pasando y te necesito más que nunca.  Sos mi amigo, siempre te confié todos mis secretos. Y no te miro para no perderte. Si lo hago no sé que efecto podrá producir en vos que me conocés tanto.
-          Bueno, hagamos algo. Esto es muy raro y difícil. Dejame que ordene un poco mis ideas, porque como te imaginarás tengo que estar más rayado que vos para darte bola.
Daniel sale de la oficina, con la mirada perdida y el ceño fruncido. No sabe qué hacer para ayudar a su amiga. Piensa que evidentemente necesita atención profesional de algún psicólogo o psiquiatra.
Suena el teléfono. El interno del que proviene la llamada es de presidencia.
-          Hola – dice con voz tenue
-          Lorena, necesito urgente el contrato de Tecnistorm – le solicita con vehemencia Jonathan Allende, presidente de la empresa.
-          Disculpe señor, ¿Se lo puedo enviar por el cadete? Pasa que estoy un poco descompuesta
-          No hay problema, mientras sea en este instante. Y por favor vaya a enfermería para ver si la pueden ayudar.
-          Ya se lo mando. Gracias.
Marca el interno 23, el de “Coquito”, un cadete de la empresa bastante particular, tanto que nadie entiende cómo es que sigue teniendo trabajo. Justamente por ello la elección, al ser tan distraído no le prestaría mayor atención ante la evasiva de mostrar su rostro.
-          ¿Hola? – atiende Coquito su teléfono
-          Coqui, necesito que pases a buscar unos papeles para llevarle al Sr. Allende, pero es urgente. Te pido por favor que vengas ahora.
-          Bueno, ya voy – contesta plácidamente
Casi al instante golpean la puerta
-          ¿Quién es? – pregunta Lorena
-          Coquito – responde extrañado por encontrar la puerta cerrada
Abre la puerta dándole la espalda fingiendo estar hablando por su teléfono celular, para evitar que la mire al rostro.
-          Es el sobre azul que está en mi escritorio – dice Lorena a Coquito sin darse vuelta y haciendo una pausa en su supuesta conversación telefónica
-          Ya se lo estoy llevando – responde sin mayor preocupación
Coquito sale de la oficina. Lorena piensa alguna forma de salir de ahí. Está presa en su habitáculo. Sin quererlo y ante la desesperación por los hechos, no pensó en las consecuencias de haber entrado a su lugar de trabajo. Una idea se le cruza por la mente, anteojos espejados quizás solucionen momentáneamente su problema, al menos hasta descubrir la forma de volver todo a la normalidad.
-          ¿Hola? – dice Daniel al atender el teléfono
-          Dani, necesito un favor. Creo que con lo que voy a pedirte puedo zafar de esta situación, al menos por ahora
-          Dale, decime que querés – contesta un tanto molesto por la situación
-          Comprame unos anteojos espejados, pero bien grandes. Que me tapen bastante la cara – le pide en forma exigente
-          Vos estás cada vez mas rayada. Está bien. Te los compro pero después vas urgente a que te vea un psiquiatra. Ya me estás cansando con tus locuras.
-          Hago lo que quieras pero dale, comprámelo. ¿Sí?
-          Sí. Ya voy, ya voy
Vuelve a sonar el teléfono. No quiere atender pero debe hacerlo, ya que de lo contrario podrían venir a buscarla a la oficina y sería peor el remedio que la enfermedad
-          ¿Sí? – dice con la voz apagada
-          Lorena, necesito que vengas a mi oficina. Tenemos que modificar unas cláusulas en el contrato que me mandaste para cerrar el negocio – dice el presidente de la empresa con voz firme.
-          No se lo tome a mal Señor, ¿Podría pedirle a Ana María que lo haga?, no me siento para nada bien.
-          De ninguna manera. Necesito que sea alguien con su presencia y eficacia. Ana María por más voluntad que ponga es bastante ineficiente y de su aspecto prefiero no hablar.
-          Pero…
-          Nada. La quiero acá en un minuto.
-          Sí señor – responde resignada.
Un golpe en la puerta la hace saltar del susto.
-          ¡Carajo! ¡Basta de cerrar con llave che! – se escucha decir a Daniel del otro lado de la puerta
-          ¿Dani! ¡Me salvaste! ¿Trajiste los anteojos? – dice mientras abre la puerta de  espaldas
-          Tomá. Me debés cuarenta y tres pesos – le reprocha mientras le alcanza una bolsita amarilla con las gafas dentro
Rápidamente se los pone, antes de girar y mirar a Daniel aprieta los puños rogando que funcione y se da vuelta.
-          Te quedan preciosos – dice irónicamente Daniel.
-          ¿No pasa nada? ¿No sentís nada raro al verme?
-          Sí. Ahora que me lo decís tengo ganas de acogotarte. Sacá turno con un especialista porque lo tuyo es grave.
-          ¡Te adoro gordito lindo! – dice mientras le hace un pellizco en la mejilla.
Sale despedida en dirección de presidencia. Todos a su paso la miran extrañados por esos anteojos gigantes espejados que lleva puestos. Pero no les da oportunidad de hacer ningún comentario. Entra a la oficina del Sr. Allende, quien también la mira extrañado.
-          Disculpe señor, estoy con un problema en los ojos – explica justificándose.
-          ¿Fue por la enfermería como le indiqué?
-          No tuve tiempo, pero le prometo que en cuanto terminemos el contrato es lo primero que voy a hacer.
Estaba feliz. Había encontrado una salida. Pero sabía en su interior que si no descubría el motivo de lo que le estaba pasando, tendría problemas futuros.
Luego de terminar su jornada laboral, va a su casa. Mira algunas vidrieras pero va oscureciendo y no puede ver bien. Los anteojos opacan demasiado la luz. Comienza a caminar más rápido. Disfruta la indiferencia de la gente a su paso. Igual nunca falta un piropo halagador, ya que es una mujer hermosa hasta con las gafas puestas. Suena su teléfono celular. Mira para ver si conoce el número, pero la pantalla sólo dice “privado”.
-          ¿Hola? – atiende con la esperanza de que sea algún conocido
-          Hola señorita Lorena – dice una voz con acento oriental – Necesito hablar con usted. Le están pasando cosas extrañas ¿Verdad? Yo puedo ayudarla.
-          ¿Quién es usted? ¿Cómo tiene mi número? – pregunta asustada.
-          Mi nombre es Chen Qian, soy del supermercado de la calle Estados Unidos, el que repone mercadería en las góndolas y a veces lleva el pedido a su casa.
-          Ah sí, ya te ubico – dice aliviada - ¿Dónde nos podemos ver? Esto que me está pasando me tiene muy preocupada.
-          La espero a las 22:30 en “King Sao” ese bar que está en la avenida Entre Ríos  e Independencia, ¿Lo ubica?
-          Sí. Queda acá nomás. A esa hora nos vemos.
Sigue su camino. En una esquina una viejita espera que la ayuden a cruzar, y lo hace. Ya está todo oscuro. Casi es de noche. Va a hacer una prueba. Mira a la viejita que le agradece haberla ayudado y se saca los anteojos. La reacción es instantánea. La anciana no para de besarle la mano y de rogarle que no la deje, que se quede con ella. Se vuelve a poner las gafas y como si nada hubiera ocurrido le suelta la mano y sigue su camino.
Llega a su casa. Entra, se quita la ropa dejándola desparramada por el piso del comedor. Necesita con urgencia un baño reparador y relajante. Comienza a llenar la bañera, le agrega unas esencias de vainilla y espuma. Se dirige a su bodega. Busca un buen tinto para acompañar el momento de relax. Saca la más grande de sus copas de cristal y sirve en ella un Cabernet. La lleva en su mano izquierda haciéndola girar para orear ese elíxir que tanto disfruta y la deja en un banquito junto a la bañera. Se sumerge casi hasta la frente. Su cuerpo desaparece bajo la espuma perfumada. Asoma un pie y lo apoya en el borde. Cierra los ojos por unos instantes. Al abrirlos ve la copa, la toma con mucha delicadeza y da un sorbo al vino. Lo saborea y paladea, como experta enóloga que es, y lo traga. Una sensación de paz y placer la invade. Da otro y otro trago hasta terminar la última gota y queda dormida.



Despierta exaltada sumergiendo la cabeza en el agua tibia de la bañera. Está feliz, todo fue una pesadilla. Se incorpora, su cuerpo está empapado y con restos de espuma. Cierra la cortina del baño y abre la ducha para enjuagarse. Mira la hora. El reloj marca las 21:33, pero un escalofrío la recorre de punta a punta. Sobre el lavatorio ve los anteojos espejados que dejó antes de bañarse. Todo le da vueltas por la cabeza, recuerda lo que le dijo el empleado del supermercado por teléfono, la gente queriendo abrazarla, los problemas que tuvo que enfrentar en la oficina y como llegó a su casa. Sale del corto letargo de tranquilidad que solo le sirvió para aflojar las tensiones vividas, pero aún hay más.
Tiene el tiempo justo para arreglarse y concurrir a la cita. Se pone un pantalón blanco bien ajustado, una camisola negra, las sandalias de tiras de cuero negro y por supuesto los anteojos espejados. Toma el bolso y las llaves y sale con paso ligero, no quiere llegar tarde. Algunas luces de la calle están apagadas, no ve casi nada, pero no puede quitarse su protección. De hacerlo se vería en problemas nuevamente. Tropieza con la punta de una baldosa que se asoma por la fuerza de las raíces de un árbol pero no llega a caer. Insulta a los cuatro vientos porque le duele mucho el dedo meñique del pie derecho. Rengueando pero sin disminuir la velocidad de su paso sigue hacia el bar del encuentro. Llega a la puerta, se asoma y ve a Chen haciéndole una seña para que suba al primer piso. Este lugar tiene tres niveles, habitualmente lo frecuentan parejas para pasar momentos íntimos. Accede al pedido y él la sigue. Se sientan cerca de la ventana que da a la avenida Independencia y piden dos gaseosas con hielo.
-          Bueno, acá estoy. Por favor quiero que me expliques qué está pasando. Sinceramente estoy muy desorientada. Esto no tiene razón de ser – dice Lorena mirándolo fijamente a los ojos
-          La historia es larga, pero estoy aquí para contársela, le pido que no me interrumpa, después que termine podrá preguntarme lo que quiera y yo trataré de contestarle – expresa con su típico acento oriental
-          Perfecto. Prometo no interrumpir.
-          Hace cientos de años, existió en mi país un hombre llamado Lin. Era un tipo de aspecto muy desagradable. Tenía su rostro cubierto por verrugas del tamaño de arvejas, una junto a la otra. La nariz con forma ganchuda y muy grande torcida hacia la derecha casi hasta que la punta tocaba su mejilla (o los granos que la recubrían). Le faltaba el ojo izquierdo. Todo su cuerpo estaba recubierto de pelo abundante. Era un ser realmente horrible y la gente siempre lo evitaba. Jamás tuvo cariño de nadie. Su madre murió en el parto y su padre fue un visitante casual que derramó su simiente en una noche de lujuria. Todo esto hizo que se volcara a la bebida. Casi todo el día ebrio, se lo veía cubierto por unas pieles olorosas, que le robara a un mercader de paso. Nunca pudo asumir su desgracia. Maldecía a los dioses por haberle hecho tener tan espantosa apariencia. Un día, harto de soportar tanto rechazo, tantas miradas de asco, de temor, de asombro, tomó una botella de licor de cristal azulado, escribió en ella con pintura de oro un ideograma y la maldijo. El que la poseyera, recibiría cariño, amor, deseo y lujuria en exceso hasta enloquecer. Nunca más se lo volvió a ver. Y al poco tiempo todos borraron de su memoria a tan detestable ser. El verano siguiente, un peregrino que pasaba por el pueblo encontró la botella. Sólo asomaba el cuello azul. La desenterró, la limpió, observó en ella una extraña belleza, un magnetismo especial y la guardó entre sus pertenencias. No se supo nada más del peregrino ni de la botella
-          Un tiempo atrás, estaba revolviendo unos baúles que pertenecieron a mis abuelos, en el fondo de uno, había un paquete envuelto en pieles, y un papiro escrito en un idioma desconocido. No sé como lo pude descifrar. Dice que quien encuentre la botella deberá exhibirla a la venta si no una maldición lo envolverá. Y no tuve mejor suerte que haberla encontrado. Ese peregrino que la desenterró era un ancestro mío. Como no cumplió, el maleficio cayó sobre él. Peleó mucho por quitárselo pero no lo logró. Entonces en un acto de desesperación y locura escribió el pergamino, la envolvió y se suicidó. La única forma de librarme de esta carga era que alguien la llevara.
-          ¿Y desde entonces nadie tocó la botella hasta hoy? ¿Tanta mala suerte tengo? – pregunta Lorena a punto de estallar en llanto.
-          Lamentablemente es así – le responde con la mirada perdida.
-          ¿Y por qué me estás ayudando? Si no lo hicieras te librarías de todo.
-          Pasa que… - tímidamente dice Chen – siempre estuve enamorado de usted señorita. ¿Nunca lo notó? Cada mirada suya, cada vez que apoyaba su mano en la mía para dejarme una propina, me sentía el tipo más feliz de la tierra.
-          No. Jamás pensé…
-          No se preocupe – la interrumpe - Yo sé que esto es sólo un sueño para mí. No hablemos más del asunto. Tenemos que deshacer el conjuro de Lin.
-          ¿Pero por qué, siendo tan fuerte la maldición, con los anteojos espejados no tiene efecto? – pregunta extrañada
-          No lo sé, supongo que será porque en esa época no existían esas gafas – le contesta dubitativo – hagamos algo, vamos al supermercado. Yo tengo la llave y la clave de la alarma. Si lo hacemos con cuidado, nadie lo notará. Tengo una corazonada que puede darnos la solución, pero creo que debemos apurarnos. ¿Se acuerda de la fecha?
-          ¿La de hoy? Sí por supuesto, es viernes 24 de noviembre de 2006
-          Exacto, la misma que en la botella. Son las 23:15. Dentro de unos minutos será sábado 25 y demasiado tarde para romper el conjuro.
Lorena paga la cuenta y deja una buena propina, pese a la insistencia de Chen de hacerlo él. Salen con un paso un tanto rápido. El tiempo vuela cuando se está apurado, Una pareja en la mesa junto a la puerta del bar los observó al salir y comentó algo que no pudieron escuchar.


Llegan al supermercado. Unas rejas metálicas lo protegen de los posibles robos que son tan comunes en este barrio. Chen toma las llaves y abre una puerta negra, a la derecha del local. Se escucha un sonido agudo y continuo que cesa cuando marca el código. Sigilosamente entran a un pasillo largo y sin techo. Al final de éste hay otra puerta. Al abrirla entran a un depósito de mercadería, que se encuentra detrás de la góndola de los fiambres y lácteos. Desde ahí se alcanza a ver el sector de los vinos.
-          Lo que debemos hacer es ir hacia donde sacó la botella y poner otra en su lugar en el instante que sean las 0:00 horas – explica Chen.
-          ¿Eso es todo? ¿Tan simple? – cuestiona extrañada.
-          Creo que con eso bastará, según lo que decía en el pergamino. Así la maldición transformará a la botella en lo que era antes que usted la comprara.
-          ¿Qué hora es? Con estos anteojos no veo nada.
-          23:51- responde un tanto nervioso.
Le alcanza una botella de vodka, afirmando que va a servir para terminar con el suplicio. Lorena camina tanteando las góndolas, no prendieron las luces para evitar que los vean. Un exhibidor de papas fritas que se encuentra fuera de lugar (quizás estaban reponiendo mercadería y lo dejaron ahí) hace que tropiece y caiga de frente. Sus anteojos vuelan unos metros y se rompen en mil pedazos. Se da un muy fuerte golpe en la cabeza. Chen se acerca para ayudarla, sin notar que no tiene las gafas puestas. Sus miradas se encuentran. Ella no sabe que hacer. Trata de girar su cabeza, de escapar de esa situación.
-          Lorena, al fin la tengo sola para mí- dice de forma libidinosa – toda mía.
-          Chen, no, por favor no…
Se abalanza sobre su hermoso cuerpo, acariciándola, besándola, intentando quitarle las ropas. Trata de defenderse, de apartarlo pero es tanta la lujuria que no lo puede frenar. Mira el reloj desesperada, ya son las 23:57. La lucha continúa. No quiere lastimarlo, pero no le queda más remedio que hacerlo. La botella de vodka es el arma perfecta. Libera su brazo derecho, la toma por el cuello y se la parte en el costado de la cabeza. Un hilo de sangre corre por la mejilla de Chen. Con gran energía se levanta para buscar otra botella que reemplace la que utilizó como defensa. Consigue una similar.
     - Espero que funcione – piensa con miedo – es mi única esperanza.
23:59. Se para frente al lugar donde comenzó todo. El reloj avanza y pareciera no llegar nunca la hora esperada.
23 horas 59 minutos 33 segundos. Estira el brazo casi ubicando la botella en su lugar, pero algo la sujeta del pié y tira de él con fuerza.
- ¡Chen! ¡No! Por favor soltame. Soltame que ya es la hora. Es mi última chance.
-          ¡No! Vas a ser mía pase lo que pase. No te voy a dejar ponerla en su lugar.
23 horas 59 minutos 49 segundos. Con un último esfuerzo logra zafar su pie y ubicarse para volver a la normalidad. 58; 59; 00:00 horas. La base de la botella se ubica en el círculo que quedó marcado por el hollín acumulado luego de tanto tiempo sin limpiar. Una luz cegadora brota del cuerpo de Lorena. Ya no son un solo ser. La fusión se rompió. Cae aparatosamente al lado de Chen, inconsciente. Él, casi recuperado del golpe, la levanta en sus brazos. Debía sacarla de allí.
Las luces del supermercado se encienden. Los dueños ante el reflejo cegador entraron para ver qué había pasado. Uno de ellos porta un revólver de grueso calibre y abre fuego. Chen recibe un impacto certero en la frente y se desploma. Lorena, aún inconsciente, cae sobre él. Las personas que acompañan al ejecutor sacan del lugar el cuerpo sin vida y limpian todo rastro que pudiera inculparlas.
-          No debió haber abierto la boca – dice uno de los dueños muy enojado.
-          Sí. Ahora la maldición seguirá con nosotros y no sabemos hasta cuándo. Pueden ser días, meses, años… - comenta el ejecutor. Debemos llevarla ya.
Por ser cliente habitual, conocen su domicilio. La suben a la camioneta de reparto y con la suerte de que nadie se cruza en su camino, entran a la casa y la dejan recostada sobre su cama.

Suena el despertador como todas las mañanas a las 8:15. Apenas mirando por el rabillo del ojo, estira un brazo y lo apaga. Mira su reloj pulsera, ya es sábado. Extrañada piensa por qué se habrá olvidado de desconectar la chicharra, ya que no debía madrugar. Pero ya está. Una vez que se despierta es muy difícil que vuelva a dormirse. Un dolor muy fuerte en la base de la nuca la obliga a girar pausadamente la cabeza para tratar de aliviarlo. Aparentemente necesitará un par de aspirinas para comenzar el día. Se dirige a la cocina y pone a calentar agua. Saca su taza favorita, esa en la que solamente ella toma su té. Complementa su desayuno con unas vainillas terminando de una vez ese paquete, la marca que compró no le gusta mucho, tienen demasiado sabor a limón. Desayuna como si no lo hubiera hecho por años: con un apetito voraz. No recuerda si cenó la noche pasada, ni siquiera qué fue lo que hizo en todo el día. Despreocupada se dirige al baño para darse una ducha. Hoy no tiene ganas ni paciencia de llenar la bañera, preparar las sales y la espuma que tanto la reconfortan. Sale envuelta en una toalla hacia su dormitorio. Se pone bermudas color tostado, una musculosa blanca y ojotas negras. Aprovecha que es temprano, para ir al supermercado. Prepara su tarjeta de crédito y su documento, poniéndolos en un estuche plástico transparente y los guarda en el bolsillo trasero. Se fija en la alacena qué es lo que falta y por supuesto en su bodeguita privada, en la que hay un lugar vacío. Una botella de Cabernet Sauvignon con la mitad de su contenido descansa sobre la mesada de la cocina junto a su copa de degustación.
Sale de su casa con una extraña sensación. La vereda está mojada, hay bastante humedad en el ambiente. El sol tras un manto de nubes grises refleja una luz cegadora. Lamenta no haber traído sus anteojos oscuros. Al pensar en ellos la recorre un escalofrío y no sabe por qué. Llega al comercio, toma un carrito, el más grande, y comienza el derrumbe de mercadería dentro de él. Hace la pausa especial de siempre en la sección de vinos,  su lugar favorito. Elige un Cabernet Sauvignon para completar el espacio vacío de su bodega. Toma el carrito para continuar con su compra pero algo le llama la atención, una botella distinta, con una tonalidad de azul muy particular.
-          ¿285 pesos? – Dice extrañada al ver la etiqueta del precio – Con esa plata me compro tress Rutini. Estamos todos locos.
Pese a la gran tentación que representa, desiste de llevarla, sigue su compra y va a su casa.
Una luz azul brota de la botella y comienza a estirarse hacia los lados. Se forma un hueco en el medio de ella que absorbe la etiqueta con el precio envolviéndola como una ameba a su alimento. Su forma cambia como una masa gelatinosa hasta recobrar su belleza original. Ahora está todo como antes.


Carlos Gómez Delgado entra al Supermercado. Lleva puesto un traje gris topo con camisa blanca y corbata a tono. Es un tipo muy elegante, dueño de una importante inmobiliaria y disfruta mucho ir de compras. Lleva un sinfín de cosas: alimentos, elementos de limpieza, algunos artículos innecesarios pero que le gustan, hasta que llega a la góndola de los vinos. Siempre compra las cajas cerradas y en cantidad para proveerse por largo tiempo, y en cuanto tiene una oportunidad, se da el gusto de llevar alguno de esos de precio muy elevado. Pero hay algo que le llama la atención, entre los vinos más caros, esos que tienen un precinto con alarma para evitar a los amigos de lo ajeno, se asoma una botella distinta, que parece estar llamándolo. La luz de los tubos fluorescentes refleja en ella una tonalidad de azul muy particular. Un ideograma oriental de color oro le da un toque de originalidad. Un magnetismo que no puede resistir lo obliga a acariciarla y sin pensarlo ni un segundo, la deposita en el carrito de las compras.
Fecha de elaboración: Veinticuatro de diciembre de dos mil seis.